Él eligió el ocho y perdió un premio en un juego de azar por ese único número que no acertó. Peleado con su mala pata, anduvo después evitándolo: no compraba nada que tuviese un ocho en el precio. Empezó a dormir siete horas diarias. Cambió el despertador para que sonase a las nueve. Llevó la superstición al límite.
Un día, un ocho de julio, siendo el octavo en una fila, cayeron a sus pies ocho artículos. Los recogió en ocho segundos. Se los pasó a su dueña y se enamoraron tras conversar ocho minutos. El ocho lo eligió a él.
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