Tiempo atrás una niña sonreía, tempranito, del balcón. Justo en ese trance mañanero donde la calle, reconvertida en pista de carrera, eyecta transeúntes que, por muy diferentes seamos, compartimos las mismas anteojeras; esas que enfocan la atención hacia nuestros abismos de los propósitos rutinarios.
Una vez le sonreí a esta mujer y gritó: “¡ESO! -apuntándome-. ¡¿Por qué la vida no puede ser ESO, también?!”. Después bajó por una enredadera y se adentró, esperanzada, en un mundo que puede ser acogedor si (¿y por qué no?) otros por ahí también nos sonreímos por sonreír, como agradeciendo la ofrenda del nuevo día.
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