Se sentó en el césped y al frente, un trébol de cuatro
hojas. Eugenio, que no era supersticioso, se obligó a valorar este hallazgo
cotidiano, fugaz, diminuto, como una respuesta inequívoca de la generosidad
inacabable del universo (era eso o suicidarse). Entonces lo atesoró. “Ya me irá
mejor”. Apostó su corazón en ello. Pero no. Cada día fue peor. Y sin embargo,
“ya me irá mejor”. Hasta que una noche lo apuñalaron para robarle la billetera.
Un consuelo que nos alegrará a todos, es que Eugenio no
perdió nunca la esperanza: cerró los ojos creyendo que despertaría en el
hospital.
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