“Tómeselo una vez cada ocho horas y verá que mejora”, dijo el doctor mientras anotaba algo en la receta. No quise preguntar qué. Asumí que algún farmacéutico adivinaría. Y visité cada farmacia sin que nadie pudiera explicarme tales jeroglíficos. Esa lengua muerta. Ese idioma extraterrestre. Consulté a lingüistas, políglotas, criptógrafos, incluso místicos de ciencias ocultas. Me dijeron que era sánscrito y viajé a la India. “Cuidado con conjurar a algún demonio”, me advirtieron, y entrevisté a quien lleva décadas estudiando el Manuscrito Voynich: tampoco supo.
Volví donde el doctor. “¡¿Qué conchadesumadre escribió aquí?!”. “Oye, si está claro -me respondió-: PA-RA-CE-TA-MOL”.
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