Por cuarto año consecutivo le volvimos a celebrar el cumpleaños 86. La torta ardía por las velas. Pensé en voltearla, dejarla caer, y ojalá empezar un incendio y acabar con esta locura. Por suerte mi papá, antes de entrar al dormitorio de mi abuelita, me dijo: “Ahora me siento preparado”. Cuando ingresamos, la pobre vieja estaba acuclillada en un rincón, vestida de negro, como siempre. Al vernos, se arrastró hasta nosotros y, temblando, sollozó a nuestros pies. Él la levantó y la abrazó. “Ya mamá, hoy la dejo ir”. Y mi abuelita se evaporó entre los brazos de mi papá.
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