Años atrás, tuve de amiga a una abuelita solitaria, amante de sus plantas. La conocí cuando les conversaba en el jardín. “Pronto me iré -me dijo esa vez- y no sé quién se hará cargo de ellas”. Me rompió el corazón. Inmediatamente entablé una amistad y la visité cada fin de semana. Y regué y podé sus plantas. Y todavía más; compré fertilizantes, abonos y tierra de hoja. Quise inspirarle confianza para que me las heredara. Un día, aproximándose su partida, me dijo: “Hija, puedes llevarte cualquier planta menos las de marihuana”.
O sea, el romero.
Me cagó la vieja.
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