Volviendo del trabajo, como no hay pared que separe la casa de Mariano con el derrochador de agua de su vecino (ese que riega su jardín diariamente), unas gotas, que Mariano se las vivió como un chorro, cayeron sobre su traje de baño (y no de salvavidas, precisamente).
Con manos secas, desérticas, agrietadas pero duras, ahorcó al derrochador con la propia manguera, susurrándole: “Apuesto que dejas la llave abierta mientras lavas los platos”. El derrochador dio un codazo atrás reventándole la nariz. Cuando pararon, el agua y la sangre continuaron río abajo por el pasaje, trenzadas, hermanadas en su desvalorización.
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