Todavía con edad avanzada, el viejito sabía imponerse. Alguna vez fue el macho dominante, el guardián de la familia, de lo que poco y nada recuerdo cuando, tiernamente, observaba su esmirriada sombra paseando y tropezándose, aunque, tal como en sus mejores ayeres, siempre de punta en blanco, pues se resistió a perder la elegancia. En cambio mi padre, con quien entretejió una amistad por años, sí reconocía esa imponencia del viejito cuando este, con una mirada, le silenciaba las rabietas. Lo ponía de buen humor. Lo consolaba, incluso. Y sin decir nada. Tal como partió esta tarde. Ni un ladrido.
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