Último día juntos y quisieron regalarse, el uno al otro, los colores que más gustaban atesorar. A ella, que la remueven los atardeceres, pidió que abriera la cortina; encontrándose el hombre el cuadro de un ocaso ardiente, pintado por alguna divinidad celestial (conforme el atardecer caía sobre el mundo, a él le bajaba por el cuerpo coloreándolo). Y el hombre, un embobado de las estrellas, pidió que cerrara los ojos para describirle fulgores de astros, nebulosas y galaxias que trascendieron el espacio-tiempo e iluminaron el pecho de la mujer.
Todos tenemos luces y sombras. Ellos prefirieron quedarse con las luces.
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