Al final el Padre Alberto pidió traslado. A pesar de su juventud, tenía un alma vieja: creía en los valores cristianos como único modelo para transformar, por millonésima vez, el mundo. Por lo mismo era fácil ponerlo en jaque. De hecho le bastó el primer caso que atendió en el confesionario (una tarde de reemplazo), para cuestionarse colgar el hábito.
“Padre, mi marido resultó ser gay. Si mi hijo naciera homosexual ¿no sería mejor abortarlo antes para evitar su condena en el infierno?”.
No supo bien qué decir. Se comprometió a responderle al domingo siguiente, pero ese domingo se fue.
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