Ahora es al revés. Ella considera los piropos como una agresión sin matices. Alega por los que son groseros y también por los finamente elaborados; de esos que podrían ganar concursos. Y entre más cursis, cuanto más desprendan un tufillo poético barato, más le violenta la intención del hombre por querer meterla, aparentando ternura y galantería como recurso. Él, su amigo, alza la copa y brinda por eso. Ya no la ama en secreto como antes, qué más da. Ella en cambio sí lo ama, y busca desesperadamente ser silenciada con algún piropo de su parte que desarme su discurso.
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