Minutos antes de que papá volviera del trabajo, a mi mamá la invadía una pena negra. Incontrolable. Para llorar sin ser recriminada, pelaba y cortaba cebollas. Tras esas hortalizas camuflaba su dolor, la impotencia. Papá, así, jamás sospechó tormento alguno en sus lágrimas ni mostró interés que comiéramos la misma ensalada a diario.
Una tarde nos quedamos sin cebollas. Mandé a mi hermana por una, mientras yo subía a su dormitorio para despertarla. “¡Mamá, mamita!”, mi angustia se hacía creciente. La moví, la enderecé, pero no hubo caso: el vino fue demasiado.
Cuando llegó papá, con mi hermanita cortábamos cebolla.
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