En Afar, Etiopía, donde la sed mata, una modesta organización humanitaria (con más entusiasmo que planificación), instaló una tienda para repartir botellas de agua a los pobladores, entre ellos Solomon. Él, como pudo, pasó al frente entre gente agolpada, enrabiada, pidiendo, exigiendo, arrebatando envases. Cuando la coordinadora les informó que alcanzaron el límite del día, los reclamos pasaron a ser amenazas. Muchos se retiraron ofendidos, pero Solomon, no. Con las manos vacías y la boca seca, dijo: “Gracias por regalarnos agua”. La coordinadora asintió. Tomó cuatro botellas de la reserva del equipo y, entregándoselas, dijo: “Ten una por cada palabra”.
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