Jacinto, un jubilado de 83 años, recientemente viudo, decidió leerse las cartas gratis con un tarotista que estaba sentado, como siempre, unos bancos más allá; alguien que aproximaba su edad y soledad. Sobre todo soledad, pues nunca se le acercaban clientes. No era de extrañar: el supuesto vidente las erraba todas. Pero, con tal de retener a Jacinto, su única compañía en años, el tarotista le auguraba mañanas esperanzadoras. Y Jacinto, a su vez, le desmenuzaba detalles falsos pero asombrosos sobre su vida, para que la sesión no terminara nunca. Se mentían, pero algo debían estar haciendo bien, porque sonreían.
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