Tal como vienen encadenándose los problemas diarios, un Jason inconsolable e insomne se balancea entre lo onírico y lo mal llamado real. Así, se reacomoda en la cama. Su mano queda colgando y una cosita, peluda y esponjosa, se acomoda entre sus dedos. Lo acaricia. “Hola, Moflete”, dice Jason. “¡No soy el perro!”, le responden. El duende continúa: “Aunque agradezco tu cariño. Si me permites seguir escondiendo cosas, te dejaré en paz”.
Al otro día, ni padre ni hijo menor recordaron a dónde habían dejado la rabia mutua que se tenían. Y la mamá, ni la enfermedad ni sus lágrimas.
No fue una visita inoportuna.
ResponderBorrarUn abrazo.
Debía ser un duende quitamiedos, que dicen que existir, existen...
ResponderBorrarUn abrazo, amigo
Un duende bueno y reparador. A todos nos haría falta uno así.
ResponderBorrarUn abrazo.
Un excelente texto Julio.
ResponderBorrarY aleccionador!
Un abrazo.
Gran duende, ojalá hubiera más de esos
ResponderBorrarPaz
Isaac
Muy conveniente que exista ese duende del bien.
ResponderBorrarAbrazo
Hola, Julio David.
ResponderBorrar¿Dónde están estos duendes? Son maravillosos.
Con unos cuantos, arreglamos el mundo, :)
Un abrazo.
Un duende bueno... escondiendo iras y dolores. Precioso!!
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