Izan, en un restorantucho, parecía estar solo. No miraba reloj ni celular, solo sus puños cerrados sobre la mesa. Al llegar Darío, su acompañante, siguió en lo mismo, aunque sonrió. Era raro ver a Darío usando lentes oscuros, siendo miope, pero no hablaron de eso. Como tampoco cuando Darío, reacomodándose en el asiento, se quejaba adolorido. No se veían desde hace cuarenta días, cuando Izan fue condenado por violencia intrafamiliar. Y sobre eso Izan sí quería hablar, pero... “Tranquilo”, dijo Darío, posando su mano sobre las de él, haciendo que Izan, finalmente, lo mirara con ojos llorosos. “Te perdono, hermano”.
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